logo Carmen Ibarlucea

Ser mujer y hacer política

El feminismo nació como un movimiento para reclamar el derecho de las mujeres a una vida propia. Desde que tenemos datos que podemos revisar gracias a la escritura, nos encontramos con mujeres que ejercen el poder de alguna manera, pero siempre a la sombra y a las órdenes de sus padres, esposo e hijos. Son mujeres que han quedado atrapadas en su conciencia de clase social, y en los privilegios de una vida acomodada y no tienen la capacidad de ver que están renunciando a tener un proyecto propio, que han perdido su capacidad de decidir cuál es verdaderamente el camino vital que quieren recorrer.

Cuando el mundo se ensancha y las sociedades del planeta se ponen en contacto, allá por el siglo XVI, se hace inevitable para las mujeres salir de sus rincones y entrar en relación con la otredad. Las otras nos interpelan con sus formas de vida. Las esclavitudes que no somos capaces de ver en nosotras, nos escandalizan en las otras y remueven nuestra conciencia haciendo que despierten las preguntas sobre nuestra propia forma de vivir. Y así comienza un movimiento imparable que se nutre de la diversidad. Lo más atractivo del feminismo es que nace sin líderes, no hay una jerarquía, y se aceptan las críticas de las compañeras y se asumen. Cuando desde el feminismo africano o latinoamericano, se nos hace ver a las europeas que hemos acaparado el movimiento poniendo en el centro nuestros problemas de mujeres blancas, comienza un reajuste para ser más plurales, más inclusivas y también más ambiciosas en nuestros sueños.

Ya no queremos solamente el derecho a la Igualdad, para poder desarrollar un proyecto de vida propio tal como el patriarcado ofrece esa posibilidad a los hombres desde que ha quedado escrito. Queremos desarrollar nuevos mundos más justos, realmente más humanos, donde los procesos sean tan importantes como el objetivo. Pero esa forma de hacer feminista está naciendo dentro de un orden patriarcal que lleva al menos seis mil años funcionando, que está muy asentado y que hemos asimilado como lo “natural”, sobre todo en política.

La antropóloga argentina Rita Segato nos dice:
“La única forma de reparar las subjetividades dañadas de la víctima y el agresor es la política, porque la política es colectivizarte y vincular. Cuando salimos de la subjetividad podemos ver un daño colectivo, y eso no puede curarse si no se ve el sufrimiento en el otro. Fuimos capturadas por la idea mercantil de la justicia institucional como producto y eso hay que deshacerlo. Perseguimos la sentencia como una cosa, y no nos dimos cuenta que la gran cosa es el proceso de ampliación del debate”.

Cuando las mujeres feministas entramos en política de partido (quiero recalcar este concepto porque el activismo social es también una forma muy potente de hacer política y aunque no está exento de conflictos internos y de actividades machistas, debemos reconocer que es una espacio más amable para las mujeres porque el poder está más diluido), nos encontramos con espacios fuertemente masculinos, con una tradición de funcionamiento envuelta en negociaciones secretas y alianzas “uno a uno”.

En la política de partido, donde la lógica patriarcal marca los tiempos y la efectividad marca la agenda, porque necesitamos obtener votos para llevar adelante el proyecto, pero además se reparten cargos que llevan aparejados no sólo una contraparte monetaria, sino también un prestigio social que alimenta nuestro ego. Y el ego es el mayor enemigo del feminismo, porque es lo contrario al feminismo.

La lógica del partido político es la lógica del enfrentamiento, primero hacia afuera. Hay que competir con otros posicionamientos ideológicos, con otros proyectos de estado, y hay que ganarles. Y después hacia dentro, porque aunque se comparta el 99% del proyecto, surgen las corrientes internas alimentadas por las filias y las fobias humanas, porque aunque no lo queremos reconocer, nos movemos más por la emoción ( y habló de la colectividad humana en su conjunto) que por la razón. Y esta forma de subdivisión interna desde la competitividad dificulta el proyecto feminista.

Yo, como Rita Segato, no quiero un feminismo del enemigo, porque la política del enemigo es lo que construye el fascismo.

Hacer política desde las instituciones es prioritario, y las mujeres tenemos que dar el paso por más doloroso que sea salir de nuestros activismos amables. En mi caso el compromiso con la cooperación internacional, con las personas presas, con las personas migrantes y con las energías renovables y la oposición a la energía nuclear, o el trabajo que hago para el reconocimiento de los Derechos de los animales, son facetas muy gratificantes porque hay una lógica feminista en defender la vida a través del trabajo en equipo. Sin embargo, dar el paso a la política de partido es entrar de lleno en la lógica patriarcal, y nuestro deseo de un mundo sin hegemonía, choca con las estructuras, y puede suceder (de hecho sucede) que nos olvidamos de lo que hemos construido en nuestros años de activismo y regresamos a nuestra primera socialización, la que nos dan en la familia y en la escuela, donde todo es binominal: triunfo/ fracaso, bien/mal, justo/injusto.

El gran desafío de las mujeres en los partidos políticos no es solo conseguir la plena igualdad de derechos para nosotras, nuestro gran desafío es lograr romper la lógica del dominio a través de la violencia.

Un ejemplo. Miremos de frente nuestros sistemas de justicia. Cuyo fin último es decidir quién es inocente y quién es culpable. Quién es culpable termina en un centro penitenciario, un lugar de castigo y crueldad ¿Que tiene eso de justicia?

Otro ejemplo, nuestros modelos de estado. Encerrados dentro de nacionalismos que nos enfrentan y nos llenan de miedo a las otras personas, no tenemos miedo de lo que la tierra ofrece en otros lugares alejados (alimentos, minerales, recursos hídricos, etc…), y nos afanamos en lograr que esas riquezas lleguen y traspasen nuestras fronteras, pero tenemos miedo de las personas que habitan esos lugares, porque nos parecen una amenaza. Olvidando que la naturaleza misma de nuestro triunfo como especie se ha basado en la migración, la trashumancia y el encuentro, y que en la historia de la humanidad hemos sido nómadas durante más de quince mil años, y apenas hace seis mil que estamos delimitando fronteras. Curiosa coincidencia con la aparición de la escritura y la constancia del sistema patriarcal.

Las mujeres no podemos asumir en política los roles masculinos de siempre, sin embargo debemos tener claro que superar el suelo pegajoso será mucho más fácil si nos acercamos a las formas de hacer tradicionales. Y esa es la trampa. La esencia feminista detesta los monopolios que limitan el pensamiento, y nos presentan una única forma del bien, de la justicia y de la verdad. Una única forma de mirar conlleva una mirada que culpabiliza al otro y nos encamina de nuevo a la lucha fratricida.

Sí me preguntan por lo que yo creo que es el primer paso para cambiar la política desde dentro, les diría que la amabilidad. Los partidos políticos no son espacios amables, son espacios eficientes, y la eficiencia ha demostrado estar destruyendo el mundo. Tomemos el ejemplo de Centro América y el impune asalto a las comunidades que defienden el medio natural en el que viven. Tenemos los asesinatos de Berta Cáceres y de Azucena Villaflor que los consideramos feminicidios, aunque muchos hombres fueron asesinados por las mismas causas. En el caso de estas mujeres, lo que se quería matar desde el poder patriarcal era su estilo de hacer política, una política en red sin un centro, pero es difícil acabar con esta forma de hacer política propia de las mujeres, porque lo que se fortalece con ella es la comunidad.

Y ahondar en la amabilidad, conlleva afrontar tareas no aprendidas previamente, como recuperar la memoria histórica de las mujeres, aprender a poner en valor el trabajo de nuestras compañeras aunque no conocida con nuestra línea de trabajo, no descalificarnos entre nosotras porque necesitamos sanarnos colectivamente. No olvidar que vivimos desde el cuerpo que es un espacio vulnerable a la violencia, y aún así no debemos permanecer mirándonos siempre desde el lugar de la víctima, y por eso el concepto de empoderamiento es tan potente. Empoderamiento es a la vez sabernos vulnerables y libres. Capaces y al mismo tiempo débiles. Estamos creando caminos nunca antes transitados y debemos darnos permiso para plantar cara y también para retirarnos cuando la inercia patriarcal nos esté empujando a donde no queremos ir.

Hablan del juego de la política, y se refieren a que tiene unas reglas, unos tiempos. Cuando nosotras jugamos esas reglas y esos tiempos, están destinados a cambiar, pero se resisten y puede suceder que si no estamos atentas entramos de lleno en el juego obsoleto que han creado los hombres de los siglos pasados, apoyados en la razón de Descartes. Cuando eso suceda debemos saber que somos libres de salir, de tomarnos un tiempo, que el proyecto nunca reposa en una única persona, que el proyecto es colectivo.

Hannah Arendt nos habló de la banalidad del mal como el principal pilar de los sistemas totalitarios, cuando nos protegemos en nuestra función y nos justificamos diciendo “cumplo órdenes” y olvidamos nuestra responsabilidad personal con la justicia. Ese es realmente el más grave olvido de una feminista.

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